viernes, 2 de enero de 2015

Dos Estrellas

I
Ya han sido, una sucesión de breves instantes, de presentes continuos, ininterrumpidos, de incandescencias crueles a las que he estado sometido, desde que nací. Mi piel dura es un regalo de la memoria; es un perdón al castigo al que se nos ha sometido a nosotros, a los que son conmigo, a los que fueron antes de mí. La tierra es árida y casi infértil, pero yo vivo debajo de ella, a salvo mientras estoy allí. La superficie es un lugar implacable donde la vida se trapichea con un azar despiadado y mezquino, que con una regularidad radical, imparte más la muerte que la gracia o el indulto. Algunos no hemos sido concebidos como fieros cazadores, ni tenemos la habilidad de asir la fatalidad como una herramienta para prolongarnos la existencia; sobre ellos, los que sí, radía la estrella de la sangre, flamígera y vehemente, que vela sobre las sombras y las deshace con brutal diafanidad. Aun así, movidos por las necesidades más esenciales, por la sed de sorbos frugales o por las suertes de carroñas oportunas, hacemos el valiente sacrificio de sobrevivir debajo de la tiranía de su fulgor. Para nosotros en cambio, brilla la piedra blanca con luz índiga y sosiega. Ella consiente las penumbras sobre la tierra y alivia su ardor, con su luz misericordiosa, garza y lozana. Pero su halo absolutorio no resuelve sobre el inexorable mandato del más fuerte o el más rápido ni de sus terminantes sentencias; se vive o se muere. Y así es cómo corro, bajo su candor azul, con todo el aliento puesto en ello, con todo mi anhelo de vivir que es puro y veraz, entre los finos y esporádicos pastizales, siguiendo ningún camino excepto el que la urgencia traza para mí, que no es el camino de la conveniencia sino el camino de la circunstancia y la oportunidad. Algo viene por mí en la oscuridad, pronto. Su galope seco y raudo se anuncia inminente sobre mí. Soy arrancado de la tierra por unas cruentas fauces que no llego a ver. Mi dura piel se resquebraja a la primera dentellada, a la segunda se disgrega por completo, y la vida se me escapa en borbotones indetenibles, abruptos. El sufrimiento es indescriptible. De entre sus marfiles mortuorios, escapa un cálido resuello de agitación, de apremiante satisfacción, que me entibia en mi desahucio y me envuelve en un lecho de sopor mortecino. La estrella azul lo atestigua todo desde su bondad lejana, desde su incapacidad de intervenir. Tal vez desde su imparcialidad impiadosa.

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