I
Ya han sido, una sucesión
de breves instantes, de presentes continuos, ininterrumpidos, de
incandescencias crueles a las que he estado sometido, desde que nací. Mi piel
dura es un regalo de la memoria; es un perdón al castigo al que se nos ha
sometido a nosotros, a los que son conmigo, a los que fueron antes de mí. La
tierra es árida y casi infértil, pero yo vivo debajo de ella, a salvo mientras
estoy allí. La superficie es un lugar implacable donde la vida se trapichea con
un azar despiadado y mezquino, que con una regularidad radical, imparte más la
muerte que la gracia o el indulto. Algunos no hemos sido concebidos como fieros
cazadores, ni tenemos la habilidad de asir la fatalidad como una herramienta
para prolongarnos la existencia; sobre ellos, los que sí, radía la estrella de
la sangre, flamígera y vehemente, que vela sobre las sombras y las deshace con
brutal diafanidad. Aun así, movidos por las necesidades más esenciales, por la
sed de sorbos frugales o por las suertes de carroñas oportunas, hacemos el
valiente sacrificio de sobrevivir debajo de la tiranía de su fulgor. Para
nosotros en cambio, brilla la piedra blanca con luz índiga y sosiega. Ella
consiente las penumbras sobre la tierra y alivia su ardor, con su luz misericordiosa,
garza y lozana. Pero su halo absolutorio no resuelve sobre el inexorable
mandato del más fuerte o el más rápido ni de sus terminantes sentencias; se vive
o se muere. Y así es cómo corro, bajo su candor azul, con todo el aliento
puesto en ello, con todo mi anhelo de vivir que es puro y veraz, entre los
finos y esporádicos pastizales, siguiendo ningún camino excepto el que la
urgencia traza para mí, que no es el camino de la conveniencia sino el camino
de la circunstancia y la oportunidad. Algo viene por mí en la oscuridad,
pronto. Su galope seco y raudo se anuncia inminente sobre mí. Soy arrancado de
la tierra por unas cruentas fauces que no llego a ver. Mi dura piel se
resquebraja a la primera dentellada, a la segunda se disgrega por completo, y
la vida se me escapa en borbotones indetenibles, abruptos. El sufrimiento es
indescriptible. De entre sus marfiles mortuorios, escapa un cálido resuello de
agitación, de apremiante satisfacción, que me entibia en mi desahucio y me
envuelve en un lecho de sopor mortecino. La estrella azul lo atestigua todo desde
su bondad lejana, desde su incapacidad de intervenir. Tal vez desde su imparcialidad
impiadosa.