Divagué
en tus desiertos meditando sobre tu cuerpo. Esa húmeda arena terracota que te
sostiene. Me aventuré en descubrir los ríos secos y olvidados que te surcan la
forma y te dan relieve en toda tu extensión. Busqué solo saber de los detalles
de tu esencia grabados en tus firmes y pétreas caderas, que han de ser leídos
únicamente en un sosiego braille de íntimo contacto. Y bajo tu tibieza ecuatorial y la afrodisíaca
proximidad de tu frescura selvática ¿Cuántos albores viviré para ver surgir
detrás de las líneas sin número que te encierran? ¿O cuántos hálitos de
emociones, que tu tersa carne responda, en risas espasmódicas de placer hacia
mí? Vagaría mi vida subiendo las escarpas pendientes de tu rostro con la boca,
amando su suelo vivo y fértil, bendiciéndolo y sellándolo con mi silencio, diciéndole
sin decirle. Depredarte es el único instinto. Perseguirte
sin descanso en los largos altibajos de tu columna, que se alza y deprime como
el día y la noche mecanizados a través de tu respirar. Circundarte el pecho desde
la lejanía de un rose, y que con el infinitesimal e impreciso encuentro de mis
yemas y vos, temblemos. Te conquistaré porque mi codicia te
proclama, porque el deseo corrompe, porque el viaje me hizo débil y ahora te
necesito.
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