Su cabello era un
fluente de brazas, sinuoso y trémulo como la llama. Ahogarse en él era la única
opción. Inspirar efusivamente el ardor subcutáneo que enrojecía su cuerpo era
un espasmo involuntario. Perderse en su bosque de manzanos debía de ser el
intento de los valientes. Y los codiciosos y a los dementes, o a los que
pretenden las cosas hermosas, susurraba con inocencia y timidez perversa, la
gema carmesí que dentro de ella pulsaba viva como un sol. Su mirada era un
medio día mundano, y su sonrisa tal vez no tenía importancia. Pero al final,
era su fulgor, su calor, su color, lo que lo convencía a uno a querer quemarse.
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