domingo, 7 de diciembre de 2014

El hombre a medias





En una edad antigua, en una remota aldea, vivió un hombre a medias. Si algunas cosas le eran propias, serían su nombre, su amor por el conocimiento, y su incapacidad de hallar lo que sin certeza de qué, buscaba. En las tardes de su vida, desde la juventud, de la adultez a la ancianidad, se daba en rigurosos debates en las cuestiones competentes de su tiempo conjunto doctos y sabios consagrados en su propia gloria y reconocimiento; Puesto que eran conocidos como tales, eran agraciados entre las gentes de todos lados. En cambio este hombre vagaba como un espectro hambriento y anónimo entre las radiantes auras  de la sabiduría ajena, anhelando un sorbo de su magnificencia acabada, de su redondez geométrica y perfecta, de la universalidad de un conocimiento sin aristas ni cabos sueltos. Poseía sin embargo, sin desestimarlo, su propia brillantez, una agudeza nata que le acompañó como su sombra, que lo libró del azar que gobierna a todo el que busca, de encontrar la doctrina falsa, el conocimiento falaz, y por sobre todo, la nefasta presunción de que se sabe algo y que se está en lo correcto. Nació y creció también, con una trágica marca. Un amor ciego que no encontraba reposo, un ansia de ser que medró en un deseo de serlo todo, de saberlo todo. Moró por el espacio y el tiempo de cuantiosas bibliotecas, maestros y oficios y ninguno en principio le colmaba con la satisfacción de haber encontrado, o encontrándose a sí mismo en el aprendizaje o en las enseñanzas. Esta fue su gran desgracia.
Las peripecias de su historia son de carácter vano y se repiten cíclicamente. El punto culmine/La tragedia,  sucede al llegar al fin de su recorrido. Murió sabiendo mucho de nada, o lo que es peor, poco de mucho. Su exigua luz se extinguió en la incandescencia de los grandes personajes del tiempo, porque el precio de vivir en la memoria de este mundo, es la obligatoria consagración. 

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