En
la montaña vivía un maestro. De gran renombre, era visitado por viajeros y
estudiantes. En su frugal vivienda los recibía todos los días y allí, escuchaba
las inquietudes de sus invitados. Pero cada día, a cierta hora, detendría sus
pláticas. Se levantaría y echaría a caminar, a lo largo del distante sendero, para
finalmente esfumarse de los ojos de sus aprendices, convertido en una sombra
más, entre las ramas de un bosque que lo era todo allí. Sin aviso ni palabras,
su partida desconcertaba a todos los presentes. Ante la consagración de esta
rutina, un día un bravo joven se atrevió a indagar al maestro sobre esto. El maestro confesó sin reserva ni molestia— Existe alguien que necesita de mis
enseñanzas aún más que ustedes. Es mi estudiante más obstinado. Trato de
visitarlo a menudo—El modesto joven, no se atrevió a inquirir más aún en la
intimidad ajena. Pero su curiosidad era inmoderada. ¿Por qué el maestro le
visitaría personalmente? ¿Quién, sobre otros necesitaría más de las palabras de
este sabio?
Un día cuando todos esperaban a que el maestro regresara, siguió sus huellas a través del largo y polvoriento sendero hasta convertirse en una sombra más, entre las ramas de un bosque que lo era todo allí. En un silencioso claro, descansaba un lago que en su pura agua, espejaba el mundo con precisa nitidez. El joven, estupefacto por la belleza secreta del lugar, permaneció quieto el tiempo suficiente para atestiguar el encuentro del anciano y su enigmático alumno, que se miraba a sí mismo, asomado desde la orilla sobre el agua que espejaba un celeste cielo, que espejaba una celeste agua.
Un día cuando todos esperaban a que el maestro regresara, siguió sus huellas a través del largo y polvoriento sendero hasta convertirse en una sombra más, entre las ramas de un bosque que lo era todo allí. En un silencioso claro, descansaba un lago que en su pura agua, espejaba el mundo con precisa nitidez. El joven, estupefacto por la belleza secreta del lugar, permaneció quieto el tiempo suficiente para atestiguar el encuentro del anciano y su enigmático alumno, que se miraba a sí mismo, asomado desde la orilla sobre el agua que espejaba un celeste cielo, que espejaba una celeste agua.
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