Los días se desteñían para mí y lo que una vez fue el sol, ahora era un destello burlesco empañado a través, una sabana vieja y gris. La imposibilidad me arreciaba como gangrena. La imposibilidad de las posibilidades. No la muerte, pero similar. La imposibilidad de germinar una vida. ¿Cuáles deberían se los parámetros de estabilidad, que supuestamente debería perseguir? ¿Cuáles eran las metas sintácticas a alcanzar, respetar, de ser mi vida un enunciado? ¿Las paradas en el camino a hacer? ¿Las estancias por conocer? No las conocía. Seguía en el mismo lugar desde hace mucho tiempo. Creciendo no, envejeciendo. Encerrado en lamentos autónomos, en epitafios auto compasivos, todavía me era posible rasguñar el aire puro, mancharme las manos de tierra húmeda, asombrarme de las luces del cielo, soñar, a veces. A mi ventaja corría el futuro. Ese espacio en blanco sin llenar, esos reglones sin escribir, esa cuadrícula sin su matemática ni su geometría, ese lienzo de arte silencioso al punto culmine de suceder. Al mirar adelante podría imaginar mi bien estar, podría consolarme no por mucho, con la mejoría, mi escape del tártaro en el que me aprisionaba mi falta de voluntad para asir mi propio camino, del poder para crear una salida.
Ausento de mí mismo, la plática con mi ser era nula. No atendía las necesidades de mi espíritu. Lo sobre vestía de abalorios de estima metafísica, de valor que genera placer, y enriquece al alma en la manera que una descuidada alimentación enriquece al cuerpo hasta la obesidad. Mis desiertos colmaban de oasis y todos eran ficticios. Vagué uno a uno e inclusive recurrí en algunos más que en otros. Pero con la misma frecuencia en que alguno era tangible, la providencia del azar me despertaba de este ensueño en el que nada realmente ocurre y subyace un tedio ineludible inclusive en el goce del ocio. Y entretanto, el amor.
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