Una de
las esencias de la poesía- creo haber descubierto, no en manera de hallazgo
original, sino en forma de revelación, entendimiento- es su elusividad. Uno debe, a favor de crear un cuerpo sobre el
cuál pueda crecerse un acto poético, demorar textualmente la llegada de la fructificación
de una idea en su totalidad. Construir peldaños, buenos y sólidos peldaños si
fuera posible. Estos peldaños son las
sentencias que componen un texto, cada peldaño es cada oración. En cada una de
ellas se debe convencer un poco más al lector, inspirarle una vehemencia secreta y creciente dentro de sí, llevarlo
de palabra a palabra- de acierto en acierto- a ser consciente de la
verosimilitud del retrato que uno dibuja. Es por esto que resulta contra
propósito utilizar algunas que por su simpleza y su propiedad abarcativa
definen conclusivamente una idea; al aparentemente asequible precio de dar con
la herramienta más próxima- la palabra en cuestión- para decir algo o describirlo,
se le retribuye al que escribe un coste mayor; se despoja de la oportunidad de
ser elocuente, de buscar nuevas rutas para decir algo, alternativas con más y
mejor valor intrínseco. La cadencia de un texto poético importa, y las palabras
que son claves, sustantivas y que se
remiten directamente al núcleo de una idea sobre la que se teje la prosa, culminan
terminantemente, el oleaje textual que mece al leyente, a las orillas de la
satisfacción y de la apreciación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario